

Pero desde hace un lustro diciembre se ha convertido en un tobogán. Una pendiente que se precipita hacia la atroz certeza de lo que sucedió entonces y no tiene remedio. Cinco años atrás, el destino de los chicos que fueron a Cromañón se deslizó también por un declive cruel. La diferencia es que ellos no sabían lo que venía. Creían que estaban escalando. Iban a congregarse en la cumbre, con la alegría y el ánimo exaltado de la celebración. Fueron sorprendidos por la emboscada perversa que una colección de miserias humanas les tendió: la codicia, el desprecio por el prójimo y por su vida, la corrupción, el contubernio, la negligencia, la ignorancia, la ineptitud. A las que se agregaron, a lo largo de los cinco años que siguieron, la indiferencia, la cobardía, la complicidad, la traición.
En cambio ahora, en el presente, quienes fueron alcanzados por la tragedia (deberíamos ser todos, ¿no?) sí saben lo que viene a través de diciembre, hasta la noche del 30: el descenso hacia el abismo, hacia el momento en que la memoria del dolor (o el dolor de la memoria) se manifiesta es su más desgarradora intensidad. Ese instante que encontrará una vez más a familiares, sobrevivientes, amigos y adherentes reunidos en el homenaje silencioso pero determinado junto al santuario de Plaza Once. La justicia por Cromañón aún no ha llegado.
La foto es de Daniel Pessah y fue tomada de La Nación.

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